lunes, 13 de febrero de 2012

La llegada

El tren es una oruga de magnolias y azahar.

Después el hierro y sus ventanas anfibias
o el sonido metálico de los centinelas
que huyen con el presagio y la aurora
como topos emboscados.

El taxi nos arropa, su seno es blanco como
la premura-no olvides madre las cenefas del miedo
o el corazón como alguacil de mi fe-.

Hay fiebre aquí en los ojos amarillos del tráfico
y canciones sin párpado tan azules como un noviembre
herido.

Pero a mi me gusta este ronroneo de hélices, las palabras
sin idioma o los semáforos que huelen a sal y a estertor.

La ciudad se agita como un tiovivo, de sus venas subterráneas
surge la luz y la conciencia. Yo me refugio entre caobas y sol,
como un príncipe que añora el color de la música, el verbo cuya
imaginación es astucia.

Mi hastío nunca se arrodilló y en los lúgubres carteles,
en los bares amorfos, en las terrazas de un solo hemisferio
yo anuncié mis pasos de sinsabor y cicuta.

¿Queda, quizá, la siniestra finitud de un cuerpo que ya es lejanía?
Como un cruce de caminos el horizonte se agranda, se agranda.