viernes, 18 de enero de 2013

La tristeza del payaso

Cualquier mano no es esa mano que hiere.

Madrugada de adioses en el autobús vacío,
música que se escarcha en los cristales
como un lamento.

Golpean los faros en la memoria igual
que resplandores idos.

Atrás la cicatriz de una atmósfera sin hojas,
los exámenes del suburbio en palacios de nieve,
el corazón caído en la dislexia de la amistad.

Todo lo que ha sido mío descubre su intacto
seno de melancolía.

Como el ayer, como el jardín que sobrevive a su luz
de amapola y delirio. Como la saeta de tu nombre
que invencible acecha la infantil calumnia del rio.

Roja fue la imagen de la verdad, el territorio que antecede
a la grieta(subimos con el calor de la heridas y en los balcones
los tejados aparecían amarillos y breves, desnudos como si ya
no fueran ejército ni procesión ni declinar de amebas), el camino
que robó el mercurio a la noche.

¿Y quién entendió por fin el soliloquio, quién me enseñó
la materia fosforescente de la ciudad inmortal, quién
extendió su racimo de preguntas en la sonora carcajada
del mastín?

Aprendí a dibujar un sol sobre las vías del metro, un planeta
sin ventanas, un hermoso equinoccio de volcanes y ausencias,
un paraíso que solo existe en las dunas del horror que van y vienen
como un gemido.

Podrías decirme que ya no crees en el mapa indescifrable
o que los pájaros no consultan tu ardid.

A menudo mis ojos son la sombra de una incógnita que nadie
podrá resolver. El hoy y el mañana de un aliento azul.


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