domingo, 24 de noviembre de 2013

Las sombras tristes de mi locura

Esa ciudad ya no tiene nombre. Tu auto dobla las esquinas
de curiosos arriates sin pálpito. Hoy hablaré con la espalda
dormida sobre la memoria de las palomas. En la sintaxis
de un televisor mil versos cabalgan. Y son pantera y azul,
crema de los días, naves espaciales en los ojos sin duende.
No oirás, no oirás la metamorfosis que aúna la piel y el misterio.
Quien te vence es un pájaro negro sin ramas ni estío.
¿Y si no desnudas la cruz que queda del solsticio, tan irreal
que ya no se anuncia? Invisibles celdas te arropan. Oídos
cálidos de sarmiento. Afuera los ecos del mercado
son oscuros como un latido neutro y difuso. Es solemne
el canto de las páginas, la luz que asombra entre el linóleo
y su adiós, y más cerca el jardín de un solo apellido y la
cabalgadura de unas escaleras sin mar. ¿Me devolverás
el ejercicio intacto de las alfombras que no han conocido
su latitud? No pienses en el hemisferio gris, hay alguaciles
en cualquier reja o robustos ejes que aman las calles
de medianoche con sus lágrimas de sal. Mi hotel
se viste como un anfibio rojo, ya no enseña la simetría
del augurio, el porvenir ciego de los mamíferos.
Pero yo me sitúo en la noche, como un cadáver
sonrío al tránsito dentro del tránsito y amo la luz,
el clímax, aquel sudor de los trampolines en mis
circunloquios de alambre. Vuelve a mi sed ambigua,
sin cataratas ni frontispicio. Sólo el candor de una melodía
que ya no te conoce, piedra infantil que rememora el áspid.
Paseé sobre ti como un vómito y sentí las manos firmes del vidrio
en mi locura. Nunca supe de primaveras, pero el sol,
aquel viejo caudillo, encendía la memoria de un cáliz
insomne en mis horas de dicha, en mis látigos sin sueño.





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