jueves, 16 de abril de 2015

Visiones de Oporto



Nadie preguntó por el color ¿existía?

¿Y el dromedario? ¿y el sol o su equis amarga?

Viajamos con la piel anfibia del adiós, nos habitan cementerios,
curiosas metamorfosis de ángeles, emblemas en el ojo del espía,
quizá su pantano de verbos y alud.

Son maquillaje los palacios, las rotundas fachadas,
el episodio de las columnas que se alejan o no.

Y dentro la caoba de los dioses, el hierático gesto
del hospitalario chamán, la satinada rosa de mercancías viejas,
el flash de los mendigos, la náusea de los cerebros sin patria.

Y es que allí, la pátina es un hogar enfermo (me recuerda la sangre
del ballenero, la espina dorsal de un viejo estío, tan transparente,
tan rojo como el alba de heridas y miembros).

¡Y el mar, y el mar!, sólo bruma y espejos alados,
sólo perfil en la lengua, sólo un regreso en la música
del fado triste.

Es joven la primavera, la raíz noble de la uva inmortal,
ese acuario de aromas y serpiente que el vino dulce expone
en su collar de óbitos.

¿Y el río? ¿acaso no ha dormido en tu abril, no son sus arrabales
la memoria de una nobleza y un hastío, el viento exacto que huye?

Me aprisiono entre lo vertiginoso y su hemisferio, algo así
como barcos sin origen, gaviotas rojas o piel que en la palabra
calcina.

He visto lo imposible de lo posible como un sol o una renuncia.

Lágrimas, sí, o el roce del crepúsculo. Entre un fuego y otro
yo elijo el ser. La lenta armonía de los pájaros que lloran.

Y no saben porqué.

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