domingo, 29 de octubre de 2017

El nadador



Aprendí a nadar sin querer,
sin querer el líquido que me rodea,
ese magma espeso
como un océano ocre
en mis días de nauta.

Crecí bajo el temblor inconsecuente de la facilidad,
mis horarios igual que la ternura de una canción amable,
allí en el rebozo del orden y el algodón
el tiempo ya no es tiempo
solo caricia tras la nube que no llueve,
no llueve.

¿Por qué, entonces, la deriva,
el braceo abstracto entre semanas
tras el que no soy capaz de divisar
el signo que vendrá
como una gaviota exhausta?

Regresa mi cuerpo al sol caído
para descubrir, al fin, la metáfora de una juventud añorada,
después de mi cuerpo
la razón no olvida las llagas de la memoria
y así sufro la fragilidad
bajo el diluvio inclemente de las horas acuáticas.

Llegar tarde y escupir en el silabario que fluctúa,
la piel no reconoce su latido,
se despereza la niebla de este mar
que cubrirá de azul mi sed deshabitada.

Ahora nado entre icebergs
y ya no siento el frío del alba,
la rutina escribe versos que me alimentan
con la mácula del ayer
y su descolorido dibujo de fantasmas alegres.

Cae la noche sobre cada noche que parte,
mi camino teje un surco entrelazado de orillas,
en él habitan las sirenas gráciles de una irreal Ítaca.

Es difícil sobrevivir cuando los espejos ríen
y tú eres la espalda que se aleja
y ya no oyes, y ya no escuchas,
y ya no eliges un destino
entre las olas.

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